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El teatro es el género más afectado negativamente por la Guerra Civil: han muerto los grandes renovadores (Valle-Inclán y Lorca) y se imponen mayores restricciones de posguerra que en otros géneros por su necesidad de ser representado en público. Durante el régimen franquista diferentes tendencias reflejan la evolución política e intelectual del país: teatro del exilio, conservador, de humor, realista, experimental y vanguardista. Con la democracia se estrena de todo según dos tendencias: la neorrealista y la neovanguardista.
Teatro de posguerra
Los autores del teatro en el exilio no podrán ver sus obras representadas en España hasta finales de los 60. Destacan Rafael Alberti tanto con un teatro político (Noche de guerra en el Museo del Prado, 1956) como poético (El trébol florido, 1940). Max Aub escribe contra el antisemitismo europeo (A la deriva, 1949) y la vida de los desterrados (El puerto, 1950). Alejandro Casona compone el llamado teatro de evasión (La dama del alba, 1944). Pedro Salinas apuesta por una estructura sencilla, poca acción dramática y humanismo (Judit y el tirano, 1945).
Hasta los años 50 predomina un teatro conservador que pretende entretener y moralizar. Se cultiva la alta comedia benaventina, el sainete costumbrista y el drama burgués. La crítica de las costumbres es muy superficial y nunca hiere al espectador con títulos como ¿Dónde vas, Alfonso XII? (1957) y la continuación ¿Dónde vas, triste de ti? (1959) de Juan Ignacio Luca de Tena. Si se abordan temas escabrosos para la época se hace desde fuera y así José María Pemán habla del adulterio (La verdad, 1947) o de la discriminación de un diplomático casado con una republicana (Callados como muertos, 1952) o Joaquín Calvo Sotelo refleja, pero no critica, los abusos de poder y el catolicismo superficial en La muralla (1954).
Cierta innovación representa el teatro del humor sin acidez y bienpensante de Jardiel Poncela, cuyo teatro de lo inverosímil fue muy criticado, destaca con Eloísa está debajo de un almendro (1940). Miguel Mihura escribe Tres sombreros de copa (1932), considerada una joya del teatro del absurdo.
El teatro del compromiso surge a finales de los 40 con Historia de una escalera (1949) de Antonio Buero Vallejo que supone una síntesis entre realismo y simbolismo. Este autor es posibilista, centrando la importancia de su obra en que sea estrenada. Por su parte, Alfonso Sastre es imposibilista -considera más urgente escribir que estrenar- y trata de mover conciencias con Escuadra hacia la muerte (1953). El teatro realista cristaliza en los 60, con autores como Lauro Olmo (La camisa, 1962); José María Rodríguez Méndez (Los inocentes de la Moncloa, 1961) o Carlos Muñiz (El tintero, 1961).
A finales de los años 60, se desarrolla el teatro vanguardista con dos tendencias. En la tendencia experimental, Francisco Nieva, incluye erotismo, absurdo y técnicas cinematográficas y surrealistas (Pelo de tormenta, 1961; Sombra y quimera de Larra, 1976). Fernando Arrabal se exilia voluntariamente a Francia para dar rienda suelta a su creatividad y escribe un teatro absurdo, después teatro pánico (mezcla de lo absurdo con lo cruel) sobre política, religión y sexualidad (Pic-nic, 1952; El cementerio de automóviles, 1959; El Arquitecto y el emperador de Asiria, 1966). En la tendencia simbolista se apuesta por un simbolismo universal, provocador, vanguardista y pesimista incluyendo simbología animal. Con frecuencia se presenta el tema del poder opresor con autores como José Rubial (La máquina de pedir, 1969), Miguel Romero Esteo (Pontifical, 1966) Manuel Martínez Mediero (El último gallinero, 1968).
Desde finales de los 70 surge el teatro independiente, menos comercial, que sin dejar de ser crítico busca nuevas formas de expresión a nivel textual y escénico. Hacia fines de los 70 se impuso el teatro de calle, el de objetos, con más espectáculo que texto. La temática coincide con la de la posmodernidad. Surgen grupos que se profesionalizan entre los que podemos destacar Los Goliardos, Els Joglars, El tricicle o La Fura dels Baus.
En la democracia, confluyen todas las tendencias. Hay un teatro underground y alternativo, que o no se representa o lo hace en salas pequeñas; Se funda en 1983 la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Se adaptan novelas conocidas (Cinco horas con Mario de Delibes) y surgen nuevos autores-actores: Fernando Fernán Gómez (Las bicicletas son para el verano, 1982) o se recupera a los exiliados (Alberti, Arrabal) y olvidados (Lorca, Valle-Inclán).
Los realistas consagrados siguen teniendo éxito: Martín Recuerda (Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipciaca, 1970); Alfonso Sastre (La taberna fantástica,1966) o Antonio Gala (Petra Regalada, 1980). También mantiene su éxito la comedia burguesa.
En nuestro días, no hay novedades significativas, salvo que el texto se revaloriza y se produce un boom inusitado del género del musical. Hay dos líneas diferenciadas: la realista (teatro asunto) y la vanguardista (teatro imagen). Los neorrealistas proceden del teatro independiente y ambientan sus obras tanto en el presente como en el pasado histórico: José Luis Alonso de Santos (La estanquera de Vallecas, 1981 y Bajarse al moro, 1985); Fermín Cabal (Caballito del diablo, ; Ignacio Amestoy (De Jerusalem a Jericó, 2004) y José Sanchís Sinisterra (¡Ay, Carmela!, 1987; Terror y miseria en el primer franquismo, 1979 y Flechas del ángel del olvido, 2004). Las últimas promociones también recrean el pasado: Ernesto Caballero (En la roca, 2009); hablan de la ‘guerra de sexos’: Paloma Pedrero (La llamada de Lauren, 1984; Loca de amor, 1998); Carmen Resino (Los eróticos sueños de Isabel Tudor, 1992); J. L. Alonso de Santos (Cuadros de amor y humor, al fresco, 2006) y expresan el fracaso y desencanto contemporáneos: Juan Mayorga (La paz perpetua, 2008); Antonio Álamo (Cantando bajo las balas, 2007); Paloma Pedrero (Caídos del cielo, 2008). Los neovanguardistas hacen montajes espectáculo, por ejemplo, La Fura dels Baus.